marzo 22, 2010

La vida, que tiene esas cosas

Posted in Uncategorized a 7:51 pm por fibrilando

Fue por mayo cuando llegué a Madrid, a trabajar como enfermero en el Hospital Ramón y Cajal. Siempre me había gustado el mundo del toro. Me apasionaba ver corridas en la televisión y escuchar a la gente que entendía. Mi abuelo me solía sentar en el sofá de su casa para ver los toros cuando todavía no medía ni medio metro. A mi abuelo le gustaban los toreros valientes. A mí también.

Apenas me lo podía creer el día que una compañera del trabajo me ofreció una entrada para San Isidro. Yo debía imaginar que las entradas las regalaba el empresario de Las Ventas. Ni pensaba que se pudieran comprar con dinero. Cogí mi entrada y me fui a la plaza. Mi localidad estaba situada en la fila 2 de la grada del tendido 6. Dijeron que esa tarde no había habido suerte. Al día siguiente le compré todo el abono a mi compañera.

Una de las tardes de esa Feria oí el sonido de las agujas del reloj de la plaza. Claro que hasta ese día no sabía que existía. Sin embargo, esa tarde las oí. También escuché esa tarde el silencio de Las Ventas. El torero, era valiente, de los que le gustaban a mi abuelo. La plaza se venía abajo cada vez que alargaba el muletazo. Desde ese día sólo quiero volver a oír las agujas cada vez que voy a la plaza.

Como he dicho, soy enfermero y llevo trabajando con pacientes oncológicos desde hace 12 años, los mismos años que llevo yendo a San Isidro y los mismos que llevo recordando el sonido de las agujas del reloj de Las Ventas. Una tarde estaba en mi trabajo, como tantas otras tardes, y hablaba de toros en voz alta con un compañero mientras preparábamos la medicación. En ese momento pasé a una habitación en la que se encontraba un paciente, tendido en la cama esperando a que le realizáramos una paracentesis. Al pasar a la habitación, Curro, que así se llamaba el señor, se me quedó mirando fija- mente y me dijo,” ¿cómo andas en el tercio de banderillas?” Yo, con bastante naturalidad le dije: “Al quiebro, suelo dejar los palos en lo alto…”.

Así, entablamos una conversación en la que le pregunté si le gustaban los toros. Entonces él me empezó a contar su historia. Me dijo que había nacido en Córdoba. Muy jovencito se vino a Madrid por hambre (recuerdo que dijo), “después de morir mi padre”. “Comencé trabajando en una fábrica de cartón y con el dinero que me daban conseguía mandar algo a mi madre que se había quedado en Córdoba con mis dos hermanos pequeños. Las tardes las pasaba cerca del Batán, que allí no cobraban por mirar. Los niños entrenaban en la plaza y yo les miraba con entusiasmo. Una tarde cogí una muleta y me puse a pegar pases a otro niño con una bicicleta. Rondaba yo la edad de 13 años.

Sólo hay una manera de recibir a un toro bravo como éste que me ha tocao en suerte y es bajándole la mano de salida y sometiéndolo por abajo ¡Qué bonita época, sin una perra en el bolsillo, pero qué bonita época! Allí conocí a todos los jóvenes que estaban intentando ser toreros. Yo hablaba con ellos, jugaba, me reía, salía con ellos por el Madrid de los años cuarenta. Incluso participé en alguna que otra capea y, una cosa te voy a decir, no andaba nada mal con el capote”.

En ese momento, interrumpí su historia para decirle que iba a preparar la zona del abdomen para pincharle. Él, como si no me hubiera oído, me dijo “y ahora que tengo un duro en el bolsillo, viene el toro negro y me quiere echar mano. La vida, que tiene esas cosas”. Yo, mientras le limpiaba la zona con Betadine®, pensaba que no le faltaba razón. Le acababan de diagnosticar un tumor en el estómago con metástasis en varios órganos vitales. Le pregunté casi sin pensar: “¿y cómo piensas recibir a este toro negro para hacerle humillar en tu capote?” Se quedó mirándome con hondura: “sólo hay una manera de recibir a un toro bravo como éste que me ha tocao en suerte y es bajándole la mano de salida y sometiéndolo por abajo”.

Su respuesta fue valiente, torera, templada, como si en ese preciso instante se encontrara detrás del burladero, viendo al toro salir de chiqueros, dando vueltas por el albero de la plaza de la muerte. Aquella misma mañana había recibido la noticia de su diagnóstico.
Me dijeron que estaba solo en la consulta. Solo, como en la plaza, pensé yo. Conforme le íbamos extrayendo el líquido de su abultada tripa, él permanecía en silencio.

Supongo que absorto en pensamientos que yo no lograría jamás descifrar. Al acabar la técnica, Curro me volvió a mirar a los ojos con complicidad y me dijo: “te voy a pedir un favor, porque creo que eres un buen lidiador y es que formes parte de mi cuadrilla porque sé que me echarás un capote cuando me venga la fatiga”.

Aquella tarde transcurrió en silencio sin muchas más conversaciones. Al día siguiente me preguntó en qué consistía la quimioterapia. Recibió sus ciclos con temple, con la entereza que sólo un torero de los buenos sabe torear y yo procuraba hacer coincidir mis turnos con sus ciclos. Durante aquellas duras tardes de tratamiento descargó muchas de sus dudas y sus pensamientos sobre la vida, él siempre en torero, claro está, sin demostrarme que el miedo estaba presente en su mente. Sólo una tarde se derrumbó después de recibir su pronóstico a corto plazo. Esa tarde la voltereta fue tremenda y quedó bastante tocado.

Esa tarde sufrió por los que iba a dejar. Él jamás habló con los suyos de la tarde, que yo sabía y él también, que tenía firmada con la empresa que lleva la plaza más dura. De esa tarde sólo hablaba conmigo, con su “hombre de confianza”, al que eso no podía afectar, porque era un profesional. Yo aprendí a torear esas tardes, tragando saliva delante de él porque aquel maldito toro jamás humilló, porque era un toro descastao y sin raza, sin nobleza, como son esos toros que echan la cara alta desde el diagnóstico hasta la cornada mortal.

Aquella tarde me miró y supe que iba a descargar su ira conmigo. La cuadrilla está para todo, pensé, y hasta los mejores pueden claudicar. Sin embargo, rectificó a tiempo, puso su cabeza en mi hombro y le abracé. Habían tenido que pasar doce años para que yo supiera que podía abrazar a un enfermo sin dejar de ser profesional, como él siempre me decía. Le abracé y supo que esta- ría con él todas las tardes, en su cuadrilla.

Aquel día, después del mal trago, estuvimos hablando hasta el final de mi guardia de toros, faenas y de aquel torero que nos hacía oír las agujas del reloj de Las Ventas. De un torero que sabía poner de acuerdo a los del sol y la sombra en nuestra plaza. Hablamos de algunos chismes, del porqué de su retirada de los ruedos, de su personalidad, de sus amistades, de sus aficiones, del miedo que cada tarde nos hacía pasar. Todos los años aparecía la noticia de algún crítico taurino que, por tener relevancia durante unas horas, se aventuraba a decir que la próxima temporada reaparecería en no sé que plaza, pero nada de nada.

Así, pasábamos las tardes, mientras yo le administraba el maldito tratamiento, que no hacía más que embestir contra su frágil figura. Y él, tarde tras tarde, se ponía su vestío de torear y aguantaba una tras otra las coladas que le provocaba Islero, como él llamaba a lo que yo le inyectaba por su vena. Éste es el quinto, me dijo el último día, como Islero. En efecto, era su quinto ciclo. Como Islero fue el quinto aquella tarde. Los dos sabíamos de qué hablaba y, en su historia, su médico había escrito que la enfermedad había progresado. La vida, que tiene esas cosas, decía él.

Fue una mañana de invierno. Una mañana bonita y amarga a la vez. Yo llegaba al hospital mucho más contento que de costumbre porque acababa de escuchar en la radio que el torero reaparecía en La Monumental de Barcelona el 17 de junio y esta vez sí era en serio. Corrí por el pasillo para decírselo cuanto antes a Curro, sabía que esa tarde sería para él especial y se vendría arriba por aquella esperada y grata noticia.

Al entrar, mi compañero me paró en seco y me contó el parte de la tarde. Cuál fue mi sorpresa cuando su primera frase fue: “Curro se está muriendo, acabamos de sedar- lo”. Corrí a su cama sin escuchar nada más y allí estaba, con un suero en su mano izquierda dispuesto a dar cinco tandas de naturales al toro de la muerte, en la izquierda, sí en la izquierda, en la que me decía que se encontraba el dinero.

Sabía por mi experiencia, que podría escuchar mi voz y no pude contenerme. Así, intentando no herir la sensibilidad de su familia, le dije al oído: “Maestro, aquí estoy a tu lado, soy tu primero. Le voy a decir un secreto, esta temporada vamos a tener competencia, acaban de anunciar en La Ser que José Tomás reaparece. Tendremos que estar finos esta tarde”. Curro abrió los ojos y esgrimió una sonrisa para decirme lo que sólo él y yo sabíamos.

Estuve allí, a su lado, hasta que salió por un estrecho pasillo que le conducía al patio de cuadrillas. En su cara se reflejaba la serenidad y el temple de los toreros valientes, liado en su capote de paseo, con su traje negro azabache que daba el porte y la grandeza que él se merecía. Su semblante serio y su mirada penetrante reflejaban que esa tarde iba a ser importante, de las que hacen afición, la tarde en la que se anunciaba el gran torero y se iba el maestro. La vida que tiene esas cosas, decía él.

Y las crónicas dirían: ese primer toro, Curro se lo brindó a su fiel cuadrilla que tantas y tantas tardes le había acompañado por las plazas de España y se fue a los medios y lo citó de frente y enmudeció la plaza y se escuchó el so- nido de las agujas del reloj. ¡Que Dios reparta suerte!

Fuente: Diario Melilla Información. Periódico digital.